Todavía se podía jugar en la calle a la pelota con los pibes del barrio, las vecinas salían a la puerta de sus casas con sus maridos a tomar mate, y a chusmear con otras vecinas; todavía se hacían barquitos de papel con los abuelos, y también sabía ir solo al almacén de Doña María o al kiosko de Doña Fina a comprar el alfajor que tanto esperaba después de ir al colegio; hasta también recuerdo ir con mis amigos a unos piletones que quedaban a unas cuantas cuadras de casa a refrescarnos, cuando me enamoré por primera vez. Y puedo decir más. Recuerdo el momento exacto y aquella sensación extraña en mí aún el día de hoy, tal cuál me sucedió en aquel instante. Me sonrío y se me eriza la piel todo al mismo tiempo. Como si me hubiera quedado sumergido para siempre en ese instante, o como si hubiera vivido toda mi vida ese único mismo momento.
Mucha
gente me pregunta si puede ser esto posible, si en verdad puedo acordarme de
aquel preciso instante, de cada ínfimo detalle. Y también siempre les respondo
lo mismo. No es que me acuerde, o que lo cuente como ahora, tal cual si fuera
una historia, es algo que sentí y que siento, y que seguiré sintiendo hasta que
llegué mi hora de partir.
Eran
las cuatro de la tarde. Estábamos Fede, Ale y yo jugando a la pelota. Para
variar me tocaba atajar. Odiaba atajar. Alejandro le pegaba muy duro a la
pelota, y mis manos desnudas no hacían más que recibir el cañonazo y dejarla
picando para que Fede viniera para apenas tocarla y meter el gol. En una de las
tantas atajadas, dobló en la esquina Julián. Era un muchacho más grande que
nosotros, de pelos largos, con zancada igual de larga, una remera negra corta,
unos jeans rasgados, y usaba unas zapatillas desprolijas. Cualquiera podría
decir que estoy enamorado de él por la descripción en detalle de su andar y su
vestimenta, pero en realidad lo estoy describiendo porque nunca pude entender
como ella iba con ese, con esas pintas. Cómo podía andar así, de la mano con la
más hermosa que jamás haya visto. Era la envidia del barrio. Las veces que
tuvimos que ir con los chicos a misa a confesarnos por desear lo ajeno.
La
belleza que brotaba de ella al andar era increíble, digna del mejor cuento
fantástico. Era colorada y con un cuerpo espléndido, todo el barrio giraba para
verla pasar. Con decirte que hasta el cura que nos confesaba se quedaba
boquiabierto. Nadie podía entenderlo. Y mientras nadie podía entender de donde
había salido semejante dulzura, y mi corazón tampoco comprendía como podía
latir tan rápido sin agotarse, transpiraba más que al jugar el partido de
fútbol, al verla.
Pasaban
los meses y ella pasaba junto a nosotros casi luciéndose, y ninguno se animaba
a acercarse, para nada. Esperábamos que Julián fuera a los piletones con ella,
y nada. Él era un hombre muy cuidadoso, siempre atento. Nunca dejaba que algo
horrible le pasara. Quizá por eso ella
seguía con él. Isabella (cómo la habíamos nombrado en el barrio) era más grande que nosotros y era italiana.
Nunca
me atreví a insinuar mi enamoramiento, no porque perteneciera a otro hombre,
sino porque me infundía un respeto silencioso. Seguramente (ojalá) supo
leer el brillo que encendía en mis ojos.
Un fuego que recorría cada centímetro de mi piel. El único día que corrí para
hablarle, me quedé sin aliento cuando la tuve enfrente. Y así sin más la veía
pasar, y pasar, y pasar. Nunca me atreví por mucho tiempo a tener a mi lado a
nadie o a llevar de la mano a ninguna más linda que ella. Era inevitable,
siempre la comparaba…
Unos
días atrás, mis nietos jugaban en el fondo del patio de casa. Julieta, mi
señora, se reía con sus travesuras y me miraba cómplice. Los miraba y no podía
creer, que hasta hace un momento yo corría y jugaba como ellos, y todo me pasó
tan de repente. Mi hijo mayor entró por la puerta del fondo con un paquete
enorme, qué digo, gigante. La sorpresa estaba preparada por toda la familia.
Era mi cumpleaños. La tarjeta de mi regalo decía: “El primer gran amor, siempre
está ahí esperándote”. Mi corazón casi casi se detuvo… Miré a toda mi familia
sollozando. Rompí el papel (porque da suerte) sin creer que ella pudiera estar
ahí después de tantos años. Imposible… Pero así fue, esperándome ahí,
refulgente, estaba ella enrojecida. Se me calló una lágrima, la tomé con ambas
manos temblando, y al fin pude por primera vez encontrarme con Isabella,
aquella hermosa bicicleta…
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