lunes, 5 de mayo de 2014

ISABELLA



        Todavía se podía jugar en la calle a la pelota con los pibes del barrio, las vecinas salían a la puerta de sus casas con sus maridos a tomar mate, y a chusmear con otras vecinas; todavía se hacían barquitos de papel con los abuelos, y también sabía ir solo al almacén de Doña María o al kiosko de Doña Fina a comprar el alfajor que tanto esperaba después de ir al colegio; hasta también recuerdo ir con mis amigos a unos piletones que quedaban a unas cuantas cuadras de casa a refrescarnos, cuando me enamoré por primera vez. Y puedo decir más. Recuerdo el momento exacto y aquella sensación extraña en mí aún el día de hoy, tal cuál me sucedió en aquel instante. Me sonrío y se me eriza la piel todo al mismo tiempo. Como si me hubiera quedado sumergido para siempre en ese instante, o como si hubiera vivido toda mi vida ese único mismo momento.
Mucha gente me pregunta si puede ser esto posible, si en verdad puedo acordarme de aquel preciso instante, de cada ínfimo detalle. Y también siempre les respondo lo mismo. No es que me acuerde, o que lo cuente como ahora, tal cual si fuera una historia, es algo que sentí y que siento, y que seguiré sintiendo hasta que llegué mi hora de partir.
Eran las cuatro de la tarde. Estábamos Fede, Ale y yo jugando a la pelota. Para variar me tocaba atajar. Odiaba atajar. Alejandro le pegaba muy duro a la pelota, y mis manos desnudas no hacían más que recibir el cañonazo y dejarla picando para que Fede viniera para apenas tocarla y meter el gol. En una de las tantas atajadas, dobló en la esquina Julián. Era un muchacho más grande que nosotros, de pelos largos, con zancada igual de larga, una remera negra corta, unos jeans rasgados, y usaba unas zapatillas desprolijas. Cualquiera podría decir que estoy enamorado de él por la descripción en detalle de su andar y su vestimenta, pero en realidad lo estoy describiendo porque nunca pude entender como ella iba con ese, con esas pintas. Cómo podía andar así, de la mano con la más hermosa que jamás haya visto. Era la envidia del barrio. Las veces que tuvimos que ir con los chicos a misa a confesarnos por desear lo ajeno.
La belleza que brotaba de ella al andar era increíble, digna del mejor cuento fantástico. Era colorada y con un cuerpo espléndido, todo el barrio giraba para verla pasar. Con decirte que hasta el cura que nos confesaba se quedaba boquiabierto. Nadie podía entenderlo. Y mientras nadie podía entender de donde había salido semejante dulzura, y mi corazón tampoco comprendía como podía latir tan rápido sin agotarse, transpiraba más que al jugar el partido de fútbol, al verla.
Pasaban los meses y ella pasaba junto a nosotros casi luciéndose, y ninguno se animaba a acercarse, para nada. Esperábamos que Julián fuera a los piletones con ella, y nada. Él era un hombre muy cuidadoso, siempre atento. Nunca dejaba que algo horrible  le pasara. Quizá por eso ella seguía con él. Isabella (cómo la habíamos nombrado en el barrio)  era más grande que nosotros y era italiana.
Nunca me atreví a insinuar mi enamoramiento, no porque perteneciera a otro hombre, sino porque me infundía un respeto silencioso. Seguramente (ojalá) supo leer  el brillo que encendía en mis ojos. Un fuego que recorría cada centímetro de mi piel. El único día que corrí para hablarle, me quedé sin aliento cuando la tuve enfrente. Y así sin más la veía pasar, y pasar, y pasar. Nunca me atreví por mucho tiempo a tener a mi lado a nadie o a llevar de la mano a ninguna más linda que ella. Era inevitable, siempre la comparaba…
Unos días atrás, mis nietos jugaban en el fondo del patio de casa. Julieta, mi señora, se reía con sus travesuras y me miraba cómplice. Los miraba y no podía creer, que hasta hace un momento yo corría y jugaba como ellos, y todo me pasó tan de repente. Mi hijo mayor entró por la puerta del fondo con un paquete enorme, qué digo, gigante. La sorpresa estaba preparada por toda la familia. Era mi cumpleaños. La tarjeta de mi regalo decía: “El primer gran amor, siempre está ahí esperándote”. Mi corazón casi casi se detuvo… Miré a toda mi familia sollozando. Rompí el papel (porque da suerte) sin creer que ella pudiera estar ahí después de tantos años. Imposible… Pero así fue, esperándome ahí, refulgente, estaba ella enrojecida. Se me calló una lágrima, la tomé con ambas manos temblando, y al fin pude por primera vez encontrarme con Isabella, aquella hermosa bicicleta…



No hay comentarios.:

Publicar un comentario

¿Qué sentiste?