No hay ritual más extraño que el de quemar las hojas de un árbol. En las actuales civilizaciones, el quemar las hojas secas de un árbol entrado el otoño, es solo comparable con el accionar de nuestro querido predecesor: el hombre de Neanderthal. Es una acción por demás contaminante, como lo pueden ser en mayor o menor medida una mina a cielo abierto, o una calle céntrica de la capital en horario pico. Antiguamente, quizás, podría tener algo de razonable, pero hoy resulta incomprensible y hasta ha llegado a ser prohibido y detestado por la gran mayoría de la sociedad, salvo contadas excepciones. Este ritual aparentemente insignificante no tiene, a mi criterio, punto de comparación en la tabla de multiplicar de la idiotez humana (salvo la entendida por los pirómanos del período grecorromano). Numerosos estudios ya han dado cátedra de su carácter innecesario y también contraproducente para la salud humana y para el medio ambiente.
Pero ciertas personas, como es el caso
de Antonio, salen cada tarde tras haber pasado el viento por su cuadra,
habiendo arrojado las ya muy maduras hojas de su árbol canadiense, para
practicar dicha costumbre. Antonio es de los que salen con su rastrillo de
alambre, un bidón de kerosene y fósforos. Amontonadas las hojas, hechas una
gran montaña, le arroja generosamente el líquido inflamable y prende fuego al
conventillo de hojas.
Las hojas arden. Arden como la mirada
misma de la mujer que está a punto de pasar a mi lado mientras escribo esto en
mi anotador, camino al bar, y a la cuál miro con el rabillo del ojo. Perdone
por la interrupción en el relato pero la señorita estaba realmente fogo… en fin…
continúo… El calor y el humo son cada vez más intensos, y las llamas evocan
formas impresionantes. Cada vez que Antonio emprende tal ejercicio, sus vecinos
miran con inexplicable pasión y detenimiento las llamas, sentados en la puerta
de su casa o parados de brazos cruzados, tomando mate y charlando monosilábica
y onomatopeyísticamente¹ hasta verse apagar el crepitar de las hojas.
Todo parecería ser una típica, bonita
y apacible postal de cualquier barrio.
Nada de eso se hubiera perdido si este
hombre no hubiera juntado las hojas, y más aún, si por lo menos no las hubiera
hecho arder furiosamente, y nada hubiera ocurrido si aquel viento que movió las
hojas no hubiera pasado de nuevo, y no las hubiese arremolinado hasta la
pérdida de nafta del derruido auto de su vecino de por medio, y este no se
hubiese prendido fuego, y los bomberos hubieran llegado a tiempo, y la
explosión no hubiera sido tan grande, y a su vez no hubiera llegado hasta la
pérdida de gas de la cabina de otro de los vecinos, y quizás todo el barrio íntegro
no hubiese desaparecido casi por completo, y no me hubiese enterado de
absolutamente nada, habiéndome quedado sin hacer esta nota, salvo por el
estremecedor relato de esta señora sentada frente a mí ahora en el café, con el
rostro y sus brazos quemados en su totalidad.
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