La bronca es con los pájaros. Quizá sea porque ellos pueden volar y yo no. Cuestiones biológicas. Siempre pensé en eso. En la casa de cualquiera, nunca falta la madre que reza: “Ya te van a crecer las alas angelito mío, y vas a volar, y yo te voy a extrañar, pero siempre vas a ser mi pichón”. ¿O será que por eso los odio tanto? …Pichón… Pichón también me decía el de boxeo. “Mi pichón, un poco más de entrenamiento y velocidad de piernas y vas a volar en el ring”. Como volar volé, y no precisamente al estrellato, o mejor dicho, a ver las estrellas volé. Si habré volado por el aire unas cuantas veces. A veces es cómo si me imaginara cada una de las caídas en cámara lenta, y mis caras retorcidas de desorientación antes de golpear contra el suelo. Me caían las gotas de transpiración y miedo porque “para hacer el entrenamiento más real y prepararme para los adversarios más difíciles” me ponían a hacer guantes con los muchachos que eran “apenas un poquito más pesados que yo” para “sentir el verdadero boxeo”. Y lo sentía no te digo cómo… Una vez recibí un golpe tan fuerte en los riñones que parecía que las piernas estaban sufriendo un terremoto de seis punto nueve en la escala de Richter y mientras se me desconectaba el tren inferior, de afuera me gritaban “¡¡¡Que no decaiga pajarito!!! ¡¡¡Que no decaiga!!!” Imagínense cuál era mi condición física.
Cada vez que los miro ahí jugando
con el viento arriba de mi cabeza, me acuerdo de los “¡¡Volá de acá!! ¡¡Volá de
acá, infeliz!!” de mi hermano, o los mismos gritos de la nona cuando le pisaba
el piso recién lustrado sin los patines de lana, y me sacaba carpiendo con la
escoba. “¡Más te vale que te crezcan las plumas y que desaparezcas!...” Ahora me acuerdo y me da
gracia. Ja, qué gracioso.
¡Ah, no!, y ni les cuento las
pesadillas que tenía de chico. Me imaginaba despertándome un día por la mañana.
Levantarme dormido de la cama, dirigirme al baño, prender la luz, y observar en
el espejo a un enorme pájaro gigante y con ojos abiertos sorprendidos, tocarme
el rostro y sentirme el pico con mis emplumadas manos, salir corriendo y darme
cuenta que las rejas de mi casa formaban unas jaulas perfectas; gritar fuerte y
oír un ruido agudo como un canto desesperado saliendo de mi garganta. Lo
recuerdo y todavía se me pone la piel de gallina. Todo se relaciona en mi vida
con aves, ¡cómo las odio!. Con mi primo las cazábamos por decenas. Gomera y
piedra en mano. Nada de jaulas trampa ni esas cosas que usaba nuestro vecino
Américo, él las adoraba cómo hindúes a las vacas, gustaba verlas y escucharlas
cantar todo el día sentado en un banquito en el patio de su casa. De más está
decir que obviamente la pajarera, que tenía las dimensiones de mi habitación,
más o menos, daba a mi ventana y solo nos separaba una ligustrina atrapada entre
los rombos del alambrado que dividía nuestros dos terrenos. ¡Insoportable!,
¡Insufrible el canto matinal infernal que me obligaba a levantarme aún aunque
fuese domingo! Los pájaros no entienden de días de la semana. Los pájaros
tampoco duermen, descansan con los ojos entreabiertos, y están atentos a
cualquier movimiento o ruido que pueda indicarles algún peligro. Jajajajajaja,
¡cómo el gato que les arrojé aquella vez dentro de la jaula cuando Américo se
descuidó! ¡Un festín se hizo! Con mi primo no parábamos de reír. Travesuras de
chicos. ¡Cómo cobramos después! Y hasta mi abuela me hizo matar y desplumar una
gallina con las manos en agua caliente. Un asco. Y todo para que aprendiéramos.
Y yo aprendí. Y estudié. Y viajé. Y estudié tanto que me recibí de piloto de
avión en Córdoba. “¡El orgullo familiar!”, me decían. “¡Impresionante!”, decían
los vecinos. “¡Quién iba a decir!”, decían mis tíos, “con lo que odia los
pájaros, por ahí que hasta es capaz de voltearse con avión y todo”, bromeaban.
Y yo también bromeaba. Y bromeo como ellos. Todos los días. Cómo hoy. Pero hoy
va a ser muy distinto…
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