lunes, 28 de julio de 2014

SONRÍO Y TE MIRO


Sonrío y te miro. Te miro y sonrío. No pienso en absolutamente nada. Siento todo. Tu boca se mueve y me encanta verte apasionada. Contándome cosas que te brotan por los poros. La vida y las ganas que chocan contra mis oídos. Y te escucho y presto atención a cada palabra que decís y todas me significan lo mismo. Y no puedo comprender más nada. No quiero comprender más nada. Quiero vivir en ti y habitar cada centímetro de tu cuerpo hasta que ya no quede ni una gota de aire entre los dos. Pero sigo aquí sentado frente a ti escuchando el susurro que me llama. Y la música que suena. Y mi cuerpo que se expande, y mi corazón que palpita. Y de a poco escuchó nada más que ese latido, y se apagan las preguntas y las dudas, y se enciende mi respiración. Y ruego a Dios que cada partícula del aire que exhalo impacte en tus ojos y en tu boca y que me mires, por un segundo, cómo te miro, y te reconozcas en mí. Y que se acabe el mundo, que se nuble alrededor, y que no haya nada más importante que vos y yo en ese mismo espacio disfrutándonos. Que dejemos de poner excusas a lo que sentimos, y que aquellas cosas que ocultás en tu mirada, me desnuden. Qué ni tus palabras ni las mías nos distraigan de lo que expresa nuestro cuerpo, y que sin ninguna culpa ni ningún otro sentido disfrutemos del placer de amarnos por un instante. Que nos mostremos cómo somos. Qué cada vez que toque tu boca sea para recordarte, que cada vez que exhale en tu cuello o en tu oído, sea para quedarme ahí suspendido. En el aire. Flotando en tu perfume. En tu esencia con la mía. Ni uno más que el otro, sino los dos en compañía. Entender que no nos pertenecemos ni a nosotros mismos. Que el mundo es mundo y que nosotros nosotros, y que juntos  podemos hacer lo que queramos. Todo. Que no existen más que los límites de la cabeza que me obliga a quedarme ahí, sentado, sonriendo y sin decirte nada de todo esto. Y que no lo sepas hasta que me anime a romper con todos los prejuicios. Los tuyos, los míos y los de ellos. Y que ya no tengamos que preguntarnos en qué pensamos porque entendamos que en la mirada está la verdadera de intención que ocultan las letras que escupen nuestros labios, solo para retrasar ese momento. ¿Qué estoy esperando? ¿Qué estás esperando? Tomame, dale. O mejor te tomo. Enredémonos las manos en el pelo y que no nos alcancen los brazos y los abrazos para traspasar la carne que no es nada más que eso. Sonrío y te miro. Sonreís y nos miramos, porque no hay nada más que hablar cuando todo lo dice el corazón. El sabor de tus besos. La chispa de tus ojos. El sonido del placer en tu garganta. El calor de mi piel estremecida. La canción y los deseos que se entremezclan. El nudo de tus piernas con las mías. El tiempo detenido hasta cuando vos y yo decidamos la partida. Cierro los ojos y me animo. Sonrío y despacio, me vuelvo a mirar, en tus ojos con los míos.




miércoles, 2 de julio de 2014

EL ÁNGEL DE ALMAGRO (O la suerte de mi pinchar mi bicicleta)

Conocí a José en una calle perdida del barrio de Almagro. Lo conocí justo después de que le ocurriera un episodio bastante particular. José es escultor y su pasión es esculpir en mármol. Vive en un pasillo al fondo, gris y de paredes húmedas y en el patio de cemento alisado de color borravino, antes de entrar a su casa, hay por lo menos nueve esculturas entre bustos, animales y personas, todos a escala real. Dos estaban sin terminar. Una era en la que estaba trabajando cuando llegué, que es por otro lado, la única escultura polimórfica cuyo significado todavía no podría precisar; la otra presentaba signos de haber sido rota o arrancada. Eran dos piernas humanas, de las que solo quedaban sus pies y un poco más hasta la mitad de las tibias.
Cuando me habló antes de hacerme pasar a su casa como si nos conociéramos de toda la vida, me encontraba en el cordón bajo la sombra de dos frondosos árboles emparchando la rueda trasera de mi bicicleta, yendo camino a lo de un amigo que andaba medio mal. (Me pregunto por qué siempre pincho la rueda de atrás, siempre me pasa lo mismo, la grasa de la cadena y mis manos: un solo corazón, nunca la delantera que es más fácil de cambiar, que suerte la mía…)
Sentado en el cordón de la vereda reflexionando acerca de la mala suerte y pensando en cómo iba a hacer o hasta dónde iba a tener que caminar esa vez para repararla, deseando que algo me teletransportara hasta la bicicletería más cercana, escuché la voz de un hombre atrás mío que me decía: - ¡Vení!, pasá que te doy una mano, pero apurate porque estoy escuchando el partido, van uno a uno y está por terminar. (Claro, para colmo es Domingo, bicicletería abierta hoy no hay ni por casualidad) Me dí vuelta entre sorprendido, agradecido y confundido, sin poder creer que todavía quedaran desconocidos dispuestos a ayudar, y pensando qué después de todo me estuviera pasando algo bueno, y aprovechando no fuera a ser cosa que se arrepintiera aquel buen hombre, pasé cargando con la mochila, la bicicleta y las partes, pasillo al fondo, haciéndole una seña con la cabeza agradeciendo el gesto y diciendo buen día. Caminé unos quince o dieciséis pasos y me encontré con el patio que les mencioné al comienzo. De fondo, la voz del relator del partido  se me metía por los poros, y sentía el aliento de la hinchada cómo si estuviera a punto de entrar a jugar en la cancha.

-          Disculpame que esté todo medio desordenado, pasa que me agarrás justo laburando. Ponete cómodo en donde puedas que voy adentro a buscarte un inflador. ¿Tenés parche, solución…? José es mi nombre (me extiende la mano llena de polvillo y yo la mía de grasa).
-          Sí, David el mío, sí, lo único que no tengo es inflador.
-          ¡Goooool, vaaamos carajo! Disculpá, pero me están haciendo sufrir estos impresentables. ¿Sabés hace cuánto que no les ganamos? ¿Querés tomar algo?
-          No, eh, digo si, si no le molesta, lo que tenga abierto.
-          Ya te traigo. ¡María! Tengo gente acá, búscate algo en la heladera para tomar. (Hablaba con la que supuse era la mujer, que estaba en el interior de la casa).

La casa aparentaba haber sido en otro tiempo un conventillo, de paredes desnudas descascaradas, con una que otra maceta con plantas, caños de fierro de color verdes sosteniendo un alero de chapa formando una galería en ele, y varias puertas altas de madera doble hoja también verdes con vidrios repartidos y cortinas viejas del lado de adentro sin dejar entrever nada más. Me quedé contemplando todo unos segundos. Había algo en el aire que anunciaba lo que luego me relataría José.

-          Acá tenés agua David, no te ofrezco otra cosa porque es lo único que está fresco. ¿Encontraste la pinchadura?
-          ¡Gracias!, eh, no, me quedé mirando las esculturas. Impresionantes.
-          Las esculturas… Ya no sé si me traen más problemas que satisfacciones las esculturas. Lo bueno es que no me pueden discutir.
-          ¿Dónde aprendió?
-          Viene de familia, mi bisabuelo fue picapedrero en San Luis. Hacían los adoquines para acá, para Buenos Aires. Murió del “mal de piedra”, cómo se le decía en aquel entonces. Pero antes de morir vino a parar a este terreno con toda la familia, y casi tocando el arpa, el Tano ya había logrado comprarlo para levantar lo que ves y dejarle a sus hijos un techo y un trabajo. Era un busca. No paraba de laburar. Y era más bueno que el pan. Lo querían mucho en el barrio. Algunos viejos todavía  pasan y me dicen “Mándele saludos”, cómo si aún estuviera. Las ganas serán… Yo lo conocí muy poco, más que nada por lo que me contaron y las fotos, tanto no lo disfruté…. Después todos seguimos un poco la tradición, y descubrí que teníamos muchas cosas en común. Lo que hacía el Tano eso sí que era espectacular. Hasta las hacía llorar a las piedras. La tocaba con el cincel y parecía que se hacían solas las esculturas. ¿Ves la del perro?, la más viejita. Ese era Puqui, más malo imposible. Te reconociera o no te echaba el tarascón. Era cieguito de un ojo, lo había perdido en una de las tantas peleas con otros perros del barrio. Y a los muchachos en bicicleta como vos los tenía locos. Poco más no se echaba debajo de las ruedas ladrando. Había tenido un accidente una vez con una y ahí quedo medio medio. Pero lo queríamos igual. Era guardián. Al único que no tocaba era al Tano. A él le movía la cola, se reía, babeaba, saltaba, se ponía loco. Se ponían loco los dos. Jugaban como dos nenes. Pasa que él lo había encontrado en la ruta viniendo a Buenos Aires casi muerto y lo revivió. Era una lealtad que le tenía el Puqui… Diecisiete años duró. Viste cómo es, yerba mala… Y antes que se mandara su último ladrido, el Tano lo inmortalizó en esa piedra.

-          ¿Y esta de acá?
-          Ese es un laburo que había realizado para una plaza de acá nomás pero en su momento el que era el intendente vendió el terreno para que un amigo suyo pusiera una fábrica, y la escultura quedó acá.
-          ¿Y esta de los pies?
-          Uf, si te cuento no me lo vas a creer.
-          Cuentemé.
-          ¿Seguro?
-          Si, déle.
-          Esperá que apago la radio total ya terminó el partido. ¡Cómo safamos! ¿Puede ser que tengamos que sufrir así? Nunca lo voy a entender…

José se empezó a poner misterioso, miraba la escultura cómo si la fuera a arreglar y no supiera por dónde empezar. Mientras, yo intentaba arreglar la cámara, que finalmente no podría emparchar por quedarme escuchando el relato.

-          Cuando la hice hace unos meses, venía mal. Las cosas no me estaban saliendo cómo antes. Por lo menos, no con la misma facilidad. Me temblaban las manos demasiado, caía enfermo seguido, en fin, no andaba. Mi viejo había muerto hacía unas semanas, habíamos discutido, que se yo… No va que a mí se me ocurre hacer esta escultura, bah, no la que ves, sino toda, entera, estaba terminada. Era la Nona. ¡No, mi abuela eh! Una de las tres Parcas. La de los griegos, la más joven, la más bonita de las tres. Imaginate. Un estúpido. Todo lo relacionaba con lo de mi viejo, viste. No salía ni a comprar comida, estaba preocupando a todos los vecinos que me preguntaban dónde estaba, qué necesitaba… Hasta que un día, a la noche, me entró una pesadilla. Soñé que estaba acá en el patio, esculpiendo y que tocaba las piedras y las partía. Se me partía el Puqui, el busto de este cristiano, aquellas de allá. Todo. Me desperté y estaba temblando del frío y transpirado, imaginate. Cómo cuarenta grados de fiebre. Deliraba. Y así cómo estaba en pijama, me calcé las chinelas y salí hasta acá. Y creo que de la fiebre que tenía, empecé a gritarle a las estatuas cómo increpándolas, cómo si me fueran a contestar. Y me paré delante de la Nona y llorando me acuerdo que la abracé y le pedía por favor que me calmara, que no quería seguir sufriendo más. Pedía por mi viejo, por el Tano, por la familia, por trabajo, por todo.
-          ¿Y qué pasó? (Mientras, yo no sabía cómo hacer para disimular que quería ir al baño, y no quedar como un desinteresado con José).
-          Y mirá… no sé si fue la fuerza que hice mientras estaba agarrado, la angustia o vaya a saber qué, pero la cuestión es que se empezó a resquebrajar abajo y yo miraba y la tomaba con fuerza mientras sentía cómo se tambaleaba. La agarraba cómo para bailar un canyengue, bien bien ajustado. Y se seguía partiendo. ¡La desesperación que tenía!
-          ¿Y qué más? (Yo no podía disimular más las ganas de orinar, y además tenía que ir a ver a mi amigo y encima no había terminado con la bicicleta)
-          Y no me vas a creer…
-          Dele, siga, no me va a dejar con la historia así… (Termine don José por favor, así le pido el baño)
-          La solté ya resignado, y la miraba desde unos pasos más atrás. Y se empezó a descascarar. Y cuando se descascaraba, se empezó a mover y me empezó a hablar. Yo estaba revoleando la cabeza y los ojos para todos lados mirando a ver si alguien más estaba viendo, lo cual era imposible. La Nona fue para mí una obra que había querido hacer hace muchos años, y qué por una cosa u otra nunca me había animado. Siempre anhelé buena compañía, pero nunca vino. Y ahora ahí estaba, adelante mío. La mujer más hermosa que hubiera soñado. Se bajó del pedestal. Yo me quedé atónito, con las piernas temblando. Se quebró a la altura que ves, y vino hasta mí. Me miró como diciendo “¿qué te pasa José?”, así naturalmente. Me dio un beso, y ahí nomás me desmayé. Me desperté a la mañana temblando de frío, rodeado de pedazos de piedras. Y miro hacía la puerta esta que da a la cocina y…
-          Perdone José, no quiero parecer un atrevido pero es que no me prestaría el baño un segundo, porque vengo de lejos vió... no quería interrumpirlo…pero me...
-          Pero sí David, pasá por acá, después de la cocina a la derecha la primer puerta.

Pero antes de llegar al baño, antes de esa primera puerta, al costado de la mesa que estaba en medio, mirando una vieja televisión, estaba María. María me sonrió agradablemente, y me indicó el lugar. La miraba y no lo podía creer. Sentada en una silla de ruedas, tejiendo una mañanita sobre las piernas, la tela tejida que llegaba a las pantorrillas, dejaba ver que a María le faltaban ambos pies…